Comprender y gestionar la soledad
La complejidad de la naturaleza humana, en la que lo biológico, animal e instintivo, lo social, cultural, psíquico y espiritual se entrelazan intrínsecamente, convierte el intento de abordar temas tan estrechamente relacionados con ella, como la soledad, en un reto complicado. La soledad es uno de los fenómenos tan profundamente implicados en la condición humana, multidimensionales y ambivalentes, que, en vez de abarcarla en su totalidad, es más conveniente tratar una de sus facetas a la vez, tal y como suele hacerlo la ciencia moderna, incluida la psicología. Giorgio Nardone, en su libro "La soledad: comprenderla y gestionarla para no sentirse solo", aspira a retratar la diversidad del asunto y señalar el reduccionismo de los enfoques particulares, tales como la psicología experimental, social, cognitivo-conductual o evolutiva.
Es cierto que a la hora de definir claramente la soledad, aparecen dificultades, ya que puede implicar igualmente la situación de un individuo que se encuentra voluntaria o involuntariamente sin compañía (según la definición de la RAE), el estado de ánimo, el sentimiento o la emoción (para subrayar el componente de subjetividad del fenómeno). El diccionario de sinónimos nos ofrece expresiones tales como el desacompañamiento, la melancolía, la tristeza, el desamparo, el abandono, el aislamiento; es difícil pasar por alto su connotación negativa de una carencia o deficiencia. En los últimos años, muchos autores ponen de manifiesto la erupción
de la soledad como un síntoma de la sociedad y cultura actual, agravado por la pandemia global de COVID y la lacra de la soledad en la época de internet y las redes sociales, que suponían facilitar entablar y mantener relaciones. No cabe duda de que la soledad constituye un problema grave para muchas personas y, a la vez, un tema tabú en la sociedad que afirma una vida ligera y placentera. La soledad impuesta y no deseada, percibida como un rechazo social, puede provocar consecuencias perniciosas en la salud física y mental de las personas, incrementando el riesgo de trastornos psíquicos, como la depresión o la ansiedad, las adicciones, conduciendo a suicidios, empeorando la calidad de vida y disminuyendo la esperanza de vida. Los psicólogos y sociólogos dan la alarma sobre la magnitud del fenómeno, antaño asociado sobre todo con las personas mayores, que lamentablemente afecta cada vez más a los jóvenes.
Es una faceta de la soledad, la más triste y preocupante, sin embargo, no es la única a tener en cuenta cuando el objetivo es profundizar en el asunto. Puesto que podemos considerarla como una condición inherente al ser humano y "nuestra sombra" que nos acompaña, tanto para bien como para mal. Solo al reconocer esta realidad, seremos capaces de transformarla en una experiencia constructiva y enriquecedora. La soledad, desde esta perspectiva, representa la premisa de la libertad, la condición previa para una personalidad madura, y el requisito para el autoconocimiento, la creatividad y las experiencias trascendentales. En este sentido, el aislamiento contribuye al desarrollo personal y permite superar los límites pertinentes de las relaciones sociales.
La ambigüedad de la soledad, como subraya el autor, radica, por un lado, en las tendencias opuestas del ser humano, y por otro lado, en la incapacidad de reducir sus efectos a una simple dicotomía entre positivos y negativos. Ambas tendencias y resultados pueden ser vistos, más que contradictorios, como complementarios. La clave estará en aceptar esta ambivalencia en nuestra vida.
La soledad, como una de las dimensiones de la existencia humana, se basa en el hecho de la separación y se circunscribe en el proceso de la individuación. Estamos condenados a la soledad en el sentido de que nacemos como seres separados del mundo y de otros seres humanos. Crecemos para convertirnos en individuos independientes y autónomos, que perciben y experimentan la realidad de una manera única, de modo que nunca podremos compartirla completamente con los demás. Desde la perspectiva psicoanalítica, la madurez de la personalidad consistirá en aceptar nuestra propia separación y superar el deseo de fusionarnos con los demás, algo que, a partir de alejarnos del útero materno, nunca será posible. Aceptar nuestro yo como una entidad independiente y tener la capacidad de asumir nuestra propia soledad en presencia de los demás (y también reconocer su autonomía) requiere como requisito previo un apego seguro, es decir, un vínculo afectivo con el cuidador. Por lo tanto, nuestra actitud para enfrentar nuestra propia soledad se basa en la relación con otras personas y, a su vez, forma la base de nuestra capacidad para entablar relaciones sanas y maduras.
Las concepciones psicoanalíticas y humanístico-existenciales hacen hincapié en el papel de la soledad en el proceso de formación de una personalidad desarrollada. En este sentido, la soledad es tanto la condición como el resultado de este proceso, y es el fundamento sobre el cual se construyen vínculos interpersonales. Se establece así un mecanismo en el cual la relación enriquece la soledad y viceversa. El enriquecimiento de la soledad no se limita únicamente a las relaciones íntimas; a lo largo de la historia humana, existieron tradiciones y rituales que planteaban el aislamiento como una forma de iniciación, de búsqueda de Dios o de una energía universal. Grandes líderes y figuras religiosas como Jesús o Buda pasaron tiempo apartados de la sociedad para luego volver e impartir la sabiduría adquirida. Los pensadores y artistas desarrollaban sus ideas en la soledad, de hecho, el proceso creativo implica cierto alejamiento de la compañía. No obstante, el objetivo de esta desconexión siempre pasa por el regreso y su valor reside en la contribución a las relaciones interpersonales. En la actualidad, prácticas como la meditación están muy de moda, y se enfatiza la importancia de dedicar tiempo a uno mismo. Sin embargo, al olvidar que el objetivo final es la capacidad de establecer y mantener relaciones valiosas con los demás, es fácil caer en la trampa de una soledad vacía y dolorosa.
El ser humano es un animal social y, como aducen los psicólogos de enfoque evolucionista, nuestro éxito como especie ha sido posible precisamente por nuestro gregarismo. La necesidad de juntarnos, cuidarnos, pertenecer a un grupo y compartir nuestras experiencias nos viene de fábrica. Desde esta perspectiva, el aislamiento se percibe como un rechazo y una amenaza para nuestra existencia. Sus efectos a nivel fisiológico y mental son indistinguibles del dolor físico, y los estragos que causan en la salud pueden ser muy severos cuando la experiencia se vuelve intensa o prolongada.
En todo caso, la experiencia de la soledad y sus consecuencias para el individuo resultan de múltiples factores y de la noción subjetiva de ellos. La clave reside en encontrar el equilibrio, la regla de oro, entre las dos tendencias: socializar y separarse. Caer en cualquier extremo puede desembocar en sufrimiento. Aunque la intencionalidad de elegir una de las vías no garantiza sus beneficios para el individuo, aún menos los hay en situaciones donde faltan alternativas, ya sean por factores externos o la rigidez de los patrones mentales y conductuales.
Vivimos en una época en la que la soledad supone un problema, tanto en términos de la angustia provocada por la soledad impuesta como en relación a la incapacidad de manejar la soledad "natural". Los datos sobre las "tasas de soledad" indican una tendencia creciente, lo cual es paradójico considerando que nunca antes hemos tenido tantos recursos para relacionarnos con los demás. El auge de internet y las redes sociales han contribuido a este proceso, al trasladar la vida y las relaciones al espacio virtual, que resulta menos complicado de manejar, pero también notablemente más superficial que la vida real.
Como bien apunta el autor, las tecnologías y los nuevos medios de comunicación pueden ser de gran ayuda para entablar nuevos contactos, sin embargo, equipar la vida social con la cantidad de contactos virtuales es un malentendido. El engaño de las redes sociales consiste en ofrecer una fachada de conectividad constante y controlable, proporcionando a las personas la impresión de reconocimiento y aceptación social, a lo cual resulta fácil engancharse. La hipersocialidad y la hiperconexión permanente no contribuyen mucho al desarrollo de una personalidad madura, alejando a la persona de sí misma e impidiéndole mantener relaciones más profundas e íntimas.
La soledad de una persona adicta a las señales de reconocimiento todo el tiempo puede ser dolorosa y vacía, lo que provoca intentos cada vez más frenéticos de mantenerla a raya. La dependencia relacional y la "prostitución emocional", como la denomina el autor, son ejemplos extremos de cómo el miedo a la soledad puede llevar a uno. La hiperactividad de la sociedad moderna y el aumento de las adicciones, cada vez más sofisticadas, también pueden interpretarse como una forma de huir de esa soledad vacía y amenazadora.
No es de ayuda que la soledad en la cultura de hiperconexión se haya convertido en un tema tabú, algo mejor barrido bajo la alfombra. Hay personas que, no sin razón, se sienten excluidas, marginadas y ninguneadas. Los ancianos, al igual que los enfermos, se sienten como un estorbo, inútiles y privados de su dignidad humana, encerrados en centros de cuidado. La institucionalización y despersonalización de la vida moderna afecta a todos, pero son los más vulnerables quienes soportan el peso de la falta de empatía y responsabilidad de la sociedad actual. El aislamiento forzado puede ser angustiante y la soledad persistente puede llevar a problemas de salud. Incluso una soledad aparentemente voluntaria, surgida como reacción a la decepción o conflicto con los demás, tampoco redundará en beneficio personal. La idea de que uno puede eludir los problemas relacionales refugiándose en la soledad es engañosa, al igual que la tentativa de escapar de la soledad recurriendo a relaciones fortuitas o actividades desesperadas.
La soledad es una de las grandes cuestiones de la vida a la que todos nos enfrentaremos en algún momento. Del mismo modo en que reflexionar sobre la muerte nos lleva a centrarnos en la vida, plantear la soledad nos conduce inevitablemente a pensar en las relaciones. Los conflictos no resueltos en uno de los dos aspectos de nuestra existencia se reflejarán en el otro. El ser humano está siempre en relación con el mundo, con los demás y consigo mismo. La soledad dolorosa y triste puede considerarse como un síntoma de los problemas en todas y cada una de estas áreas. La sociedad, que promueve la hiperconexión y al mismo tiempo socava las relaciones profundas, produce individuos ineficientes en su desarrollo personal y emocional.
En un mundo cada vez más conectado pero lleno de alienación y soledad, es fundamental abordar abiertamente esta cuestión y buscar soluciones que fomenten la empatía, la inclusión y el cuidado de los más vulnerables. Reconocer la importancia de las relaciones profundas y auténticas en nuestra vida y encontrar el equilibrio entre la conexión virtual y la conexión real puede ayudarnos a contrarrestar los efectos negativos de la soledad y mejorar nuestra calidad de vida. Además, es crucial alentar a la sociedad a superar el estigma asociado a la soledad y proporcionar un apoyo adecuado para aquellos que la experimentan, especialmente para los ancianos y los enfermos, para que puedan vivir con dignidad y conexión emocional en su día a día.